La Batalla de Los Ángeles
Mientras que Gran Bretaña pudo respirar aliviada una vez que Hitler dirigió su mirada hacia la Unión Soviética, lanzando a sus panzer contra ella el
22 de junio de 1941, Estados Unidos sería el siguiente país que sufriría el ataque del Eje.
La incursión de la aviación japonesa en la base de Pearl Harbor, en Hawai, el 7 de diciembre de 1941, supondría la entrada de Norteamérica en la contienda. Hasta ese momento los ciudadanos estadounidenses habían permanecido alejados de la tragedia que se desarrollaba al otro lado del Atlántico, y los partidarios del aislacionismo eran mayoría entre la población.
La agresión nipona, sin previo aviso, despertó la rabia de los norteamericanos, que de inmediato formaron junto a su presidente, Franklin Delano Roosevelt, para derrotar al enemigo asiático. Pero pasados los primeros estallidos de efervescencia patriótica, los habitantes de la costa del Pacífico fueron conscientes de que corrían el peligro de encontrarse en primera línea de combate.
En la confusión de las primeras semanas, los californianos temían que de un momento a otro se produjese una invasión japonesa. En esos momentos, los norteamericanos eran conscientes de que su país no estaba preparado para rechazar un ataque a gran escala, aunque desconocían que la maquinaria militar nipona carecía de medios suficientes para lanzar una ofensiva contra el continente americano.
Esta incómoda sensación de inferioridad ante el ejército imperial quedó reflejada en una sincera aseveración del tan espontáneo como contundente general George Patton: «Si los japoneses ponen pie en California, ¡nadie podrá impedir que en dos semanas lleguen a Chicago!».
La consecuencia de este miedo a la invasión nipona hizo mella en el ánimo de la población de la costa del Pacífico, que cayó víctima de una psicosis generalizada. Comenzaron a proliferar las denuncias contra supuestos quintacolumnistas que estaban preparando el terreno para la invasión. Naturalmente, los más afectados por esta caza de brujas fueron los ciudadanos norteamericanos de origen japonés, que acabaron siendo recluidos en campos de internamiento. En este clima de temor y desconfianza sucedió un episodio al que, aún hoy, no se le ha encontrado una explicación.
A las siete de la tarde del 24 de febrero de 1942 se detectó en la costa californiana la presencia de unas extrañas luces parpadeantes, por lo que saltó la alarma en los puestos de defensa costera, ante la posibilidad de que se tratase de aviones japoneses. Aunque desaparecieron al cabo de unos minutos, el estado de alerta duró hasta las diez y media de la noche, sin que se volviera a tener noticia de las luces.
El resto de la noche del 24 al 25 de febrero de 1942 discurrió con normalidad pero, a primera hora de la madrugada, los radares detectaron un objeto indeterminado a unos doscientos kilómetros al oeste de Los Angeles. Las baterías antiaéreas de la costa esperaron la llegada del supuesto avión enemigo, pero al cabo de unos minutos el radar informó de que el objeto había desaparecido de la pantalla sin dejar rastro.
Aún así, algunos vigías comunicaron avistamientos de «aviones enemigos» a lo largo de la costa de Los Angeles, pese a que el radar no los detectaba. Finalmente, a las 2.25 de esa madrugada tan poco plácida, una formación de aparatos sin identificar estaba a punto de irrumpir en el cielo de Los Angeles. Inmediatamente, las sirenas comenzaron a sonar y fueron llamados urgentemente 12.000 vigías aéreos para que se incorpo- rasen a sus puestos de observación.
En un primer momento todos creyeron que se trataba de un simple simulacro, pero poco más tarde quedó claro que no era así, al entrar en acción las baterías antiaéreas. Los reflectores apuntaron al cielo y descubrieron la presencia de unos objetos plateados que se de entre 3.000 y 6.000 metros. La velocidad de estos aparatos era sorprendentemente lenta para tratarse de aviones militares; aproxi- madamente unos trescientos kilómetros por hora.
Un millón de habitantes del sur de California sufrió durante cinco horas un apagón eléctrico que no ayudó a que recuperasen la calma aunque, para alivio de los perplejos habitantes de Los Angeles, ninguna bomba caería sobre la ciudad.
Este hecho, unido a que la Marina confirmó que no había detectado ningún avión enemigo, descartó en principio a los japoneses como responsables del incidente.
¿Cuántos aparatos participaron en esa operación aérea? Las cifras varían entre los 27 que contaron algunos testigos y los 15 del informe oficial, pero también hubo quien dijo no haber visto ningún avión.
Tampoco existen coincidencias en la descripción de estos artefactos. Miles de testigos vieron en la costa «grandes bolsas que flotaban en el aire», mientras que otros observaron tan sólo unas extrañas luces rojas en el horizonte que realizaban vuelos en zigzag. Hubo testigos en Los Angeles que dijeron haber visto una gran máquina, suspendida en el aire, contra la que nada podían hacer los proyectiles que le disparaban las baterías antiaéreas; poco después, lentablemente, la misteriosa máquina se marchó siguiendo la línea de la costa.
El balance del ataque no pudo ser más extraño; la ciudad no sufrió ningún tipo de daño -excepto algún pequeño desperfecto ocasionado por las esquirlas de los proyectiles antiaéreos–, no se consiguió derribar ni un solo aparato enemigo y tan sólo hubo que lamentar una muerte –aunque algunas fuentes elevan esta cifra a seis–, debida a un ataque al corazón.
A la mañana siguiente, todo el mundo se hacía preguntas sobre lo que había ocurrido durante aquella agitada noche, pero nadie podía propor- cionar las respuestas. Una fotografía que apareció en el diario Los Angeles Times el día 26 hizo aumentar aún más la confusión, puesto que parecía advertirse, iluminado por los proyectores, un objeto circular. Si, aparentemente, no se trataba de un avión, ¿qué era en realidad?
La prensa californiana denunció una «misteriosa reticiencia» de las autoridades militares para hablar del asunto y algunos se atrevieron a acusarles de haber establecido «una censura que impedía hablar sobre ello». El secretario de Marina, el almirante Frank Knox, intentó calmar los ánimos ofreciendo una versión verosímil sobre los extraños sucesos de la madrugada del 25 de febrero. Para él, todo se debía a una falsa alarma que había estallado debido al temor a una inminente invasión nipona. Evidentemente, las palabras de Knox no fueron creídas, al sospechar que tenían como único objetivo hacer que el incidente fuera olvidado lo más rápidamente posible.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, el bombardeo fantasma de Los Angeles quedó ratificado por un documento militar secreto, que no sería desclasificado hasta 1974, firmado por el comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas, el general George C. Marshall, y enviado al entonces presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt.
El general Marshall fue el encargado de redactar el informe sobre el enigmático bombardeo de Los Angeles. En él reconocía no saber su origen.
En dicho informe confidencial –que se reproduce a continuación por su enorme interés– se relata de forma oficial lo sucedido esa noche en Los Angeles, achacando el incidente a las supuestas actividades de los quintacolumnistas:
(División de Archivos Militares) General George C.Marshall.
Informe breve del Jefe del Estado Mayor del día 26 de febrero, dirigido al presidente
Franklin D. Roosevelt, sobre la misteriosa alarma aérea de Los Angeles.
INFORME PARA EL PRESIDENTE:
Lo siguiente es la información de la que disponemos en este momento, referente a la alarma aérea ocurrida en la madrugada de ayer en Los Angeles, con los detalles disponibles a esta hora:
1. Aviones no identificados que no pertenecían ni a la Marina ni al Ejército america- nos, probablemente sobrevolaron Los Angeles, siendo disparados por elementos de la
37 CA Brigada (AA) entre las 3:12 y 4:15 AM. Estas unidades emplearon en
total 1.430 balas de munición.
2. Puede haber habido hasta quince aviones, volando a varias velocidades que pueden ser calificadas de «muy lentas», hasta a 200 millas por hora, y a alturas que oscilaban entre 9.000 y 18.000 pies.
3. No se lanzó bomba alguna.
4. No hubo ninguna baja en nuestras tropas.
5. No se derribó ningún avión.
6. No intervino ningún avión del ejército ni de la marina americana.
La investigación continúa. Parece razonable concluir que, si se hallaban implicados aviones sin identificar, debían de ser aviones comerciales, pilotados por agentes enemigos con el fin de crear situaciones de alarma, descubrir la posición de los antiaéreos y disminuir la producción con los apagones. Esta conclusión tiene el apoyo de la diversidad de velocidades de los aviones y del hecho de que no se lanzó ninguna bomba.
Firmado: G.C. Marshall - Jefe del Estado Mayor
Las explicaciones que recibió el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt
sobre el misterioso incidente de Los Angeles no pudieron ser muy precisas.
Si algo evidencia este informe redactado por el general Marshall es que, en realidad, nadie tenía ni idea de lo que había ocurrido esa noche. El hecho de culpar de la acción a unos supuestos agentes enemigos, que ha- brían sobrevolado Los Angeles a bordo de aparatos comerciales, demues- tra que Marshall debía encontrar rápidamente una explicación al incidente y apostó por esa historia tan inverosímil.
En efecto, para proporcionar una historia capaz de dar respuesta a todos los interrogantes que se habían creado, se dijo que se trataba de aviones comerciales que habían sido tomados por infiltrados nipones en algún aeródromo mexicano o de la propia California. De este modo se eludía el hecho de que la Marina no hubiera detectado ningún avión enemigo procedente del Pacífico.
Restando cualquier tipo de credibilidad a esta absurda historia, ¿cómo se explica lo sucedido en Los Angeles? Aunque probablemente nunca se sepa la verdad con exactitud, se pueden apuntar algunas hipótesis.
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